Se ha dicho de la novela

Antonio Parra dijo:




 Existen narradores nocilleros que se rinden ante las modas, otros que se encierran en mundos indescifrables y otros que utilizan la palabra como quien riñe a garrotazos, y luego está Rubén Castillo, antítesis de los anteriores porque ama la literatura, mima el lenguaje y voltea sus esquemas argumentales hasta dar con lo que busca. Por eso es una suerte que aparezca de nuevo una novela suya, porque nos permite disfrutar de una pluma muy solvente que sabe lo que quiere, y que sabe cómo lo quiere.

El tema podría no ser novedoso: alguien que denuncia a otro alguien por un supuesto acoso sexual. Lo fácil sería ponerse de parte de la alumna que denuncia, o del profesor denunciado, pero lo que convierte en brillante esta novela es la intención del autor de no tomar partido, para que el lector saque sus propias conclusiones, y la mejor manera de hacerlo es entregarle la voz a los testigos, para que ellos descubran las múltiples caras del poliedro de la verdad.

Rubén Castillo critica la liviandad de las verdades que se formulan a la ligera, y lo hace de manera formidable y demoledora, porque el mundo, su mundo narrativo, no está forjado con blancos y negros, sino con infinitas tonalidades de grises que desasosiegan, como desconcierta la facilidad de los juicios apresurados que pueden dinamitar la existencia de cualquiera, adentrándolo en esas pesadillas que, parafraseando a Borges, son las grietas a través de las cuales se contempla el infierno.

Las vidas del profesor Pablo Conesa y de la alumna Sonia Iborra se tambalean, sacudidas ambas por la ligereza con la que algunos personajes opinan, o la mala intención de otros que empuñan el índice acusador. Estamos ante un catálogo de caracteres humanos muy reconocibles que Rubén Castillo borda en todas sus páginas, con unas imágenes impactantes y magníficas, graduando la intensidad de lo narrado para que lector recoja el guante que le lanza. Leer esta novela es un duelo de alta calidad y no hay más que rendirse ante su brillantez.




Fuensanta Muñoz Clares comentó:




Parecía que no me iba a atrever nunca, pero al fin me decido a comentar mi lectura de la novela "Las grietas del infierno" de Rubén Castillo, estupendo escritor y buen amigo, que por cierto, este año ha ganado la edición del Premio Gerald Brenan de Cuentos. Teniendo en cuenta que la leí a finales del verano, dirá la gente que por qué no he dicho nada antes. Porque me daba un poco de miedo el tema del que trata la novela. Porque es una amenaza concreta en el caso que Rubén novela, pero que puede ser extendida a la enseñanza en general y a otro tipo de casos. Porque refleja el inevitable temor del que enseña institucionalmente, que sabe de lo perversos, crueles e inocentemente malvados que pueden llegar a ser las criaturas que educamos. O que tratamos de educar. Y por qué no, extensible a cualquier profesión, siempre que trate con humanos, que es que no tenemos arreglo. Así en esta novela todos esos temores, con fundamento real o fantaseados, tienen su cabida, desde una historia que se cuenta sobre testimonios de diferentes personajes, en la que asistimos, impotentes, a la destrucción de un ser humano.

No queda claro nunca, y esto es un acierto, en tanto que nos inquieta y nos perturba durante toda la lectura, si hubo verdad en aquello de lo que el profesor Pablo Conesa fue acusado, o si fue, como en aquella terrible película protagonizada por Audrey Hepburn y Shirley Maclaine, una conspiración maliciosa contra una persona que no supo defenderse, debilitada por su propia sensibilidad y su carácter emotivo y silencioso. 

A veces, cuando veo una persona sin hogar en una plaza pública, sobre todo cuando observo en ella algo de lo que pudo ser un día, que quizás provenga de un grupo social afortunado, de una familia acomodada, en fin, que intuyo que no tenía en principio las condiciones sociales previas para estar en la calle, me pregunto cómo ha llegado a esa situación y qué cosas han ocurrido en su vida para terminar de ese modo. En ocasiones, he podido enterarme de casos muy penosos y he sentido que nadie está libre de una degradación semejante, que pendemos de un hilo, de un error, incluso del error o la mala intención de otro. Inquietud. Malestar. Atisbos del infierno. En todo ello se resume el sentimiento que provoca la novela de Rubén Castillo. Ante tanta degradación y tanto abandono, que no recuerdo yo en toda la novela ni una palabra de aliento, ni un apoyo incondicional auténtico, excepto una visita, que nada soluciona ni nada aporta a la regeneración del hombre hundido, pues ocurre ya en un punto casi irreversible, sólo se puede sentir amargura. Incluso, en estos tiempos en que el acoso sexual se castiga por la ley, pero más aún se sanciona en la sociedad, llegué a plantearme si correspondía esa caída tan drástica a la acción del protagonista, incluso si todo fuera cierto. Con todo, se queda en la ambigüedad del juicio. El narrador oculto no nos da la posibilidad de juzgar. 

He leído por ahí los comentarios de alumnos de un instituto, un poco enfadados por no saber la  verdad finalmente. Lo comprendo. Los adultos podemos asumir el desasosiego de no saber, porque estamos muy acostumbrados ya a nuestra ignorancia, pero los jóvenes, que de inmediato se ponen de parte del débil, cuando no son malvados, ni perversos, y sobre todo cuando leen una historia y el débil es el protagonista, quieren saber, que se lo digan de una vez, quién era el malo y quién era el bueno.  Si son un poco despabilados, se darán cuenta de que el novelista, por mucho que se haya querido ocultar tras los testimonios de personajes varios, se decanta también por el débil, que es el protagonista, y al fin y al cabo, es quien paga más duramente. Como Rubén no lo va a decir, ¿a que no?, lo digo yo. Es una muy interesante novela, para leer con calma y presencia de ánimo, que si no te pones de los nervios, sobre todo si te dedicas a esto de desasnar críos.




Supersalvajuan dijo:


Siempre digo que, lo peor, como el infierno, es una cosa muy personal. Y cuando te abandonan, como dice Rubén Castillo Gallego en la página 163 de este libro “no veo el infierno a través de las grietas de esta pesadilla, y tú ni siquiera me escribes”. Las grietas del infierno. Vaya joyita. Rubén me dijo que en libro “estamos retratados”. Reconozco que llevo muy poco tiempo en la docencia, es verdad. Pero en un instituto, cada uno, antes o después se “retrata” de una forma u otra. Pero existen momentos en un centro (des)educativo. Y, en muchos momentos te encuentras a la tempestad cabrona, esa hijaputa que te pilla a 20 millas de la costa y, que antes que antes, te sumerge en la marea más desagradable, y acabas hecho boquerón enlatado. A veces es mejor perderse ciertos asuntos, pero en un instituto te enteras de todo. Si los niños son muy malos (se ríen del cuatro ojos, se ríen del que tiene RH grasa positivo, se ríen del que no habla el castellano que ellos destrozan), los profesores son una calaña, en muchas ocasiones, asquerosa. Hay que pasar por ciertas situaciones de “miedo” e “indefensión” en un instituto para darse cuenta, hay que vivirlo en 1ª persona masculino singular. Sí, porque lo que cuenta Rubén Castillo en Las grietas del infierno es la historia de Pablo, un profesor de Literatura que se ve inmerso en un proceso (Kafka se queda corto) de humillación pública en el instituto donde trabajaba desde hacía años. Y ese juicio público deja en bragas los de Nuremberg o el del Irangate, o el que tú quieras. ¿La esencia de la vida? Una panda, gente que te rodea que, a la primera ocasión, y sin pruebas,, te da la espalda, baja la cabeza, y no sólo no te ignora sino que va a Albacete y se compra el cuchillo más afilado para clavártelo en cuanto te despistes. Vamos, como la historia del cosmonauta Iván Istosnichkov. Ni la Gestapo. Te das cuenta de que Goebbels perdió unos compañeros de viaje increíbles para su aniquilación. Todo es sospecha, todo es una jodida purga estalinista. Y, en cierta medida, en cada instituto cada uno implanta su dictadura: los “patanegra” que describe Rubén; el equipo directivo (veleta total, y lo dice uno que únicamente conoce 5 centros; un jefe departamental que como buen diplomático ejerce de Ministro de Asuntos Exteriores (cuando dice sí quiere decir quizás, cuando dice quizás quiere decir que no, y cuando dice no es que no es buen jefe de departamento); unos compañeros de departamento que un día son personas y otro cabrones en plan secuaces de Tony Soprano; y un claustro de profesores, cada uno hijo de su padre e hijoputas totales. Es, en esos momentos, donde, como dice y repite siempre el gran Ramón Trecet, se distinguen los hombres de los niños. Y un claustro de profesores (y profesoras, que no se me enfade la ministra Aído) es una guardería a la máxima potencia: envidia, celos y mierda sobre mierda. Y si hay un incendio, ellos (y ellas, ministra, ellas también, incluso si hace falta, un poquitín más) van a la estación de servicio más próxima y compran todo el combustible posible. Que no todos los días hay fallas en Villa Desmadre ESO. Y a la inversa, también, si hay que secar el mar, se seca. Perdón, que me voy del tema. Lo que cuenta Rubén Castillo es la persecución que sufre un profesor de Literatura por la presunta relación que tuvo (o intentó tener) con una alumna que, y queda claro desde el principio de la historia, es mayor de edad. Pero la mayoría de edad en un papel no es la real (la mía anda poco más de la docena). Y que cada uno piense lo que quiera. Incluso, en algunos institutos, ombligos del mundo y centros del universo, los más viejos y los más jóvenes, los más superguays y los socialmente no retrasados, creen que rozan la perfección. Todos los individuos e individuas (tercer guiño, ministra, ya me estoy mereciendo una despacha oficial, pijo) del claustro (¿y por qué no decimos claustra?) en su puta tarima. Y el putañero y asaltacunas es ese, sí, sí, ese, ahí donde lo ves, ese, el cabrón que está ahí tomándose tan tranquilamente el café con leche, que te decía yo en la comida de Navidad que tenía algo raro en la mirada. ¿Cómo las interpretamos esas dos palabras juntas? ¿Cómo las medimos? ¿Nos acordamos de los comentarios que hacemos sobre la gente en un instituto? ¿Pero y si es cierto? ¿Y tú qué piensas? Como siempre digo en estos casos y en otros, las pruebas. ¿Dónde están las pruebas? Y en un instituto de Secundaria, salvo honrosas excepciones de compañeros de gintonics en los peores bares de la ciudad de Murcia, no tenemos amigos: tenemos gente con la que pasamos ratos, quizás muchos ratos, ratos de muchos años, ratos de décadas, pero no amigos. Que quede claro. Lo demás, no importa. Sólo importa lo que dice la gente, y un brujo, o una bruja, con 30 años en este instituto, no va a mentir. Dan igual tus palabras, tu fachada, tus hechos, tus 200 alumnos de cada curso (multiplique señor director, señor jefe de estudios, señor jefe de departamento, señores compañeros [aquí no hay guiño, me quedo sin ser Subsecretario de Educación, joder]). La mentira no se puede parar. No hay nadie invencible. El mundo sigue su curso y ese Pablo, ese mierdecilla de Lengua que intenta que a las niñas se les haga el chicle agua con el puto Garcilaso tiene lo que se merecía. Recuerda, estés donde estés (y cuánta más responsabilidad, se incrementa), que todo puede ser peor. Y el odio y el rencor, puestos a siete mil revoluciones en plan Ferrari alonsiano, son Caín y Judas ebrios de venganza, y estos dos no se andan con bromas.

No digo nada más. Son 226 páginas que ilustran una historia desde distintos perfiles, porque una iglesia gótica es infinitamente distinta desde la torre al altar, desde la nave central a la sacristía, pasando por el confesionario en el que todo el mundo habla pestes de ti, del hijoputa que desea culear a la pobre niña del Bachillerato nocturno.

Y en un momento de lucidez, intento (por segundos llego a conseguirlo) ponerme, no en la piel, sino en las entrañas de Pablo, ese profesor de esa materia idolatrada como es la de Lengua y Literatura. Ese profesor maltratado por voces de cantina y de esquina de jefatura. Y pienso en ti, Pablo. Joder, en esos segundos, pienso en ti. Incluso te hago desaparecer, por cabrón. O por todo lo contrario, que la distancia entre inocente y culpable es una paso de cebra en una calle peatonal. Ninguna. Y, en esos segundos de madrugada, despierto de mi pesadilla sudando entre unas sábanas en teoría limpias. Y recuerdo lo que dicen los malos críticos de cine luego convertidos en directores (a la novena incluso pueden hacer una buena peli) que “el infierno está lleno de buenas intenciones”. Y, a la par, también, no sé si antes, durante o después de la pesadilla, también recuerdo lo que Federico Volpini contaba en Radio 3 cuando hablaba sobre los Stones, “que el diablo es un agente doble al servicio de la Providencia”. Y Dios te castigará, a ti, por cabrón, porque no hay solución. Y punto.




Eme en Paperblog ha dicho:.


No sé cómo empezar a hablar de Las grietas del infierno de Rubén Castillo, y más habiendo leído reseñas como ésta o como ésta .
   La verdad es que está muy bien escrito, no es monótono, aborda muchos puntos de vista, e implica al lector como pocos libros lo consiguen.
   Leyendo la novela sientes la impotencia de ver que no puedes pelearte con todos los compañeros de Pablo y llamarles a todos hijos de mala madre.
   ¿Pero cuál es la verdad en un mundo donde gobierna la mentira por mayoría absoluta? Si todos han probado el fruto del pecado, si tienen las manos atadas por su mala conciencia y si, como dice el refrán, piensa el ladrón que todos son de su condición, cómo podrán ponerse del lado de la verdad sin salir perjudicados.
   Navegamos en un mar de dudas, aunque lo que sí que está claro es que ella tiene más de 18 años y que a Pablo se le acusa de algo que no está demostrado.
   ¿Pero realmente llegó a pasar algo entre Pablo y Sonia? Seguramente nunca lo sabremos, cada uno puede pensar lo que le parezca.
   En mi opinión pudo ser incluso ella quien pretendiera abusar de él con el pretexto de cambiar su suspenso por un aprobado, o que quisiera que él dejase a su mujer, el dijera que no, y a partir de ahí ella decidiera hacerle la vida imposible ... ¿Pero entonces por qué él no la acusa a ella? tal vez porque las cosas no son ni blancas ni negras son grises.
   Lamentablemente la igualdad no existe, por mucho que se empeñen en poner un ministerio de (des)igualdad (que no hace más que desequilibrar la balanza y vaciar el bolsillo de los contribuyentes) ¿qué pasa, que no hay maltratadoras?,¿no hay mujeres más venenosas que las serpientes?

   Sinceramente en dos días no se superan las faltas de ortografía, además si ella creía que iba a suspender por qué no le dijo al profesor que le hiciera el examen escrito, que no me lo creo, que se ve venir que hay gato encerrado.

    Lo que  sí que no me entra en la cabeza, de ninguna manera, es cómo se le puede dar tanto crédito al testimonio de una alumna y no concederle ni siquiera el beneficio de la duda al acusado.
    Pero es que lo peor es que estas cosas pasan en la realidad y el profesor siempre tiene todas las de perder, aunque no haya roto un plato en su vida.
    Y lo que hace la inmensa mayoría es mirar hacia otro lado, y que no les manchen los zapatos y eso en el mejor de los casos, porque en el peor, se dedican, además, a manchar los zapatos de los demás.